Un gobierno no es una máquina de justicia ni un cuerpo de sabiduría colectiva.
Es, en su núcleo más desnudo, una estructura de administración del poder.
Se disfraza de democracia, de república, de voluntad popular.
Pero se alimenta de control, de recursos, de legitimidad.
No funciona por ideales, sino por equilibrios.
No se mueve por lo que es correcto, sino por lo que es posible.
La función real de un gobierno es mantener el orden que le conviene.
Ordenar para sostenerse.
Garantizar que las estructuras que lo mantienen —económicas, comunicativas— permanezcan firmes.
Todo lo demás son adornos: el discurso sobre el pueblo, los derechos, el bienestar.
Secundario. Porque el gobierno no actúa por moral.
Cada decisión es una suma de riesgos, de reacciones esperadas.
Gobernar es elegir a qué grupo complacer, a cuál aplastar, qué crisis tolerar y cuál convertir en espectáculo.
Y los que gobiernan no son sabios benevolentes.
Son sobrevivientes de una lucha por el poder, moldeados por la traición, la negociación, la imagen.
Cuando el gobierno falla, no lo hace por accidente: ya priorizó otra cosa.
Cuando actúa con rapidez, no es por justicia: algo tocó intereses sensibles.
Cuando guarda silencio, no es ignorancia: es estrategia.
Un gobierno no ama, no odia, no siente. Solo reacciona a presiones.
Y si no se le presiona, no se mueve.
No es un padre protector ni una madre sabia.
Es una criatura grande, ciega, hambrienta, que se adapta a quien la alimente mejor.
Y quien no entienda eso, está condenado a vivir creyendo que el sistema fue hecho para él,
cuando en realidad,
solo fue hecho para sí mismo.
(Extraído de Internet)